Supervisión tóxica y acoso en una entidad pública
Hace aproximadamente un año trabajé en un proceso importante de mi país, en una entidad pública, con un contrato a honorarios que, por las funciones, horarios y responsabilidades, correspondía a un contrato de trabajo a plazo fijo.
Al principio el ambiente parecía excelente: buen sueldo, buena onda y la mayoría de las herramientas necesarias. Pero cuando el proceso arrancó formalmente, unos meses después, comenzó la pesadilla.
Había siete supervisores, cada uno a cargo de una comuna y entre seis y ocho personas. Mi supervisor resultó ser de los más tóxicos. Desde el inicio tenía actitudes extrañas: sobre-vigilancia, llamados de atención por escuchar música mientras trabajábamos o por conversar cuando literalmente no había nada que hacer. Como no teníamos puestos asignados, nos acomodaban donde hubiera espacio; aun así, él exigía “su puesto” sin importar la hora a la que llegara, armando berrinches como si fuera un niño.
Por nuestro tipo de contrato no teníamos horario fijo, pero debíamos estar disponibles. Él se aprovechaba de eso: quería saber dónde estábamos en cada momento del día y nos imponía horarios a última hora, incluso el mismo día, lo que hacía imposible planificar. Fueron meses muy estresantes: había poco trabajo, pero la desorganización nos impedía tener vida.
Una de las herramientas era un teléfono de trabajo que, en caso de robo, podían rastrear. Mi supervisor lo usaba para seguir mi ubicación todo el día. Si me lo olvidaba (cosa frecuente porque casi no lo usábamos), me llamaba insistentemente o mandaba mensajes acusando que no estaba cumpliendo la jornada. Llegué a dejar el teléfono en casa o a envolverlo en papel aluminio para que no registrara mis recorridos.
Al principio fue muy amable conmigo, hasta que supo que yo tenía novio. Desde ahí me convertí en su enemiga.
Esta institución es conocida por mirar hacia otro lado con las leyes laborales. Por mala gestión de algunos supervisores y autoridades, nos pidieron trabajar horas extra con la promesa de compensarlas. Luego lo desconocieron. Yo levanté la voz para exigir ese derecho y, desde entonces, mi supervisor se volvió aún más obsesivo: visitas sorpresa para “pillarme” sin trabajar, acoso y hostigamiento a personas de mi equipo, y bloqueo de gestiones que debían pasar por él; las ignoraba o se reía sin dar el visto bueno, dejándome a mí con el problema y a la gente reclamándome.
Más adelante me llamaron para trabajar en la central, con posibilidad de extender mi contrato. Yo estaba feliz; tendría otro supervisor, mucho más flexible y amable. Desde la central, el jefe de los supervisores comenzó a delegarme responsabilidades que eran de mi supervisor, porque él se había ido de viaje. A casi nadie le aprobaban permisos: aunque no hubiera trabajo, nos querían “presentes”.
Cuando mi supervisor volvió y me vio en la central, me soltó: “¿No preferirías volver a terreno? Te veo haciendo ‘nada’ en la oficina”, cuando en realidad estaba trabajando y preparándome para el proyecto que venía.
Yo le dije que no, que estaba bien así, y al otro día el jefe me llamó para preguntarme por qué me había negado a volver a terreno si era una orden. Me dijo que debía volver, y el supervisor hizo un gesto burlesco, como diciendo que no había nada que hacer. Me fui a llorar al baño por la impotencia: hacían lo que querían, no respetaban el contrato de honorarios y, si te rebelabas, buscaban la forma más chanta de sacarte.
Al día siguiente, que era fin de semana, este supervisor —para variar— no mandó ningún horario. Asumí que, después de trabajar toda la semana, tendría libre. Salí con mi pareja para distraerme, pero por la tarde-noche, cuando llegué a mi casa, mi teléfono estaba bombardeado con mensajes suyos: que era una floja, que si él no había mandado un horario era mi responsabilidad preguntarle qué debía hacer, que era una aprovechadora y que no me gustaba trabajar. Exploté y hablé con otros supervisores que creí me ayudarían —habían sido compañeros míos antes de subir—, pero su respuesta fue que él era mi supervisor y podía hacer lo que quisiera. Les dije que lo denunciaría y ahí explotó la bomba.
Antes, el jefe de supervisores había traído a un viejo amigo suyo. Apenas el primer día, ese hombre le hizo comentarios de índole sexual a una compañera, y el jefe no quería sacarlo porque decía que "no era para tanto". Un compañero —al que echaron con mentiras, diciendo que no trabajaba solo porque hizo respetar su horario— envió una especie de funa por correo masivo a toda la institución pública, contando la situación. Al otro día, al viejo verde lo echaron. Con mi denuncia, se encendieron las alarmas: les asustaba que se supiera todo el cochinero que tenían por debajo, entre situaciones de acoso, incumplimiento de horarios y contrato, y abusos.
Al final me separaron de ese supervisor y me enviaron con otro, el que me habían asignado cuando me ofrecieron ir a trabajar a la central. Pero el ambiente ya era muy hostil: me ignoraban y, obviamente, ya sin apoyo.