Me forzaron a firmar un NDA con amenazas
Durante tres años formé parte de una empresa, completamente dedicada a mi trabajo. Lideraba un equipo de 15 personas, enfrentando los desafíos del trabajo remoto, clientes exigentes y proyectos complejos. Aunque encontraba satisfacción en lo que hacía, no tardé en notar un desequilibrio: el esfuerzo que invertía no se veía reflejado ni en la remuneración ni en el reconocimiento.
Las jornadas se alargaban sin límites, y la cultura tóxica promovida por algunos gerentes comenzó a afectar mi salud mental.
Renunciar no fue una decisión fácil, pero sí necesaria. Cuando comuniqué mi decisión, la empresa intentó retenerme con promesas de un aumento salarial, pero ya era tarde. Había tomado una decisión firme y notifiqué mi fecha de salida. Sin embargo, decidieron adelantarla de manera unilateral, sin explicaciones claras.
Dos días antes de la nueva fecha, me convocaron a una reunión con Recursos Humanos y la gerenta. Esperaba un cierre respetuoso, pero lo que encontré fue un clima tenso y hostil. Me presionaron para firmar un acuerdo de confidencialidad, sin darme tiempo para analizarlo, y bajo amenaza de no pagarme el salario pendiente si no lo firmaba.
Me sentí vulnerada, confundida, sin herramientas ni respaldo real. Los días previos a mi partida fueron una montaña rusa emocional. Circularon rumores falsos sobre mis motivos, y se me negó la posibilidad de despedirme de mi equipo, quienes se enteraron el mismo día de mi salida.
No pude cerrar esa etapa como merecía. En vez de acompañarme en el proceso, se me empujó hacia la puerta con presiones, silencios y manipulación. La persecución emocional y la insistencia por firmar el NDA (acuerdo de confidencialidad) no hicieron más que agravar mi ansiedad en un momento ya delicado.
Me pregunté muchas veces: ¿Es legal que te obliguen a firmar un NDA cuando renunciás? ¿Es ético que adelanten tu salida sin consultarte ni explicarte?
Durante días sentí que tal vez el problema era yo. Pero después de hablar con profesionales y asesorarme legalmente, entendí que no estaba sola. Que estas prácticas no solo son injustas, sino que muchas veces rozan lo abusivo. Y que cuestionarlas no es ser conflictiva —es ejercer nuestros derechos.
Porque callarse no es lo mismo que aceptar. Y nadie debería pasar por una despedida laboral sintiéndose intimidado, desacreditado o invisibilizado.